Y se creyó mujer…
Entro en el hogar con apenas cinco años, la vida no es generosa
siempre, Andrea lo aprendió a temprana edad, su padre las abandono a ella y a
una madre de carácter débil -no voy a juzgar- que no supo afrontar la nueva
situación, ¡sola y con una niña pequeña¡, en paro… pensó que lo mejor para
Andrea o tal vez para ella, o para ambas..., era ponerla al cuidado de esas monjas del
centro de acogida, en el que además de comida y un sitio para dormir le
ofrecerían cariño, y el apoyo escolar que todas las tardes le regalaban los voluntarios.
Al principio la visitaba todos los fines de semana, estos con el tiempo se
fueron distanciando hasta su total ausencia, a lo que ambas contribuyeron, pues
en esas horas que pasaba con su hija, a pesar de que esta reía, al menos de su
boca salían risas, risas que contrastaban con la seriedad de su rostro,
este no reflejaba ninguna emoción, coronado con una mirada de reproche instalada para siempre en aquellos enormes ojos y así… ¡una vez más se rindió!
Pasaron los años y Andrea no se lo puso fácil a nadie, subía el
tono de voz con frecuencia, se hizo maestra en el chantaje emocional, ese con
el que aprendió a conseguir todo lo que quería, pasaba del llanto a la calma en
segundos, de escupir al perdona con la misma facilidad.
Al cumplir los diez años, su madre con trabajo y techo, pero sobre
todo por razones de conciencia y con total ausencia de entusiasmo volvió a
recuperarla, se esforzó al principio,
pero a esa mirada fría de reproche que seguía atrincherada en esos ojos, se le unió
la falta de responsabilidad -insisto, no quiero juzgar- y... ¡se rindió!
Aun así, aprendieron a convivir, solo eso, maldita palabra a
veces, “convivir”, sin cariño.
Andrea con más libertad, sin control, pasaba del colegio, de
normas, manipulaba a su antojo, buscaba parejas conflictivas… y lo más triste, pasaba de su infancia y se creyó mujer.
Ahora en su treintena, cigarro en mano, se da cuenta de lo que
realmente fallo: “saber perdonar”, se quedo atrapada en la rabia, aferrada al odio, a la ira, sentimientos
que la privaron de libertad, ella que se creía libre…falsa libertad.
¡Ah! Si hubiera sabido, si alguien en su camino le hubiese
enseñado a perdonar… ese perdón que contiene la certera promesa de paz, el que
te alivia del dolor, el que rompe cadenas...
Enciende otro cigarrillo, aspira fuerte… exhala el humo… ¡ah, sí
supiese perdonar!
"Nadie nace
odiando a otra persona por el color de su piel o su origen, o su religión. La
gente aprende a odiar, y si pueden aprender a odiar, también se les puede
enseñar a amar, porque el amor viene más naturalmente al corazón humano que su
contrario". (Nelson Mandela)
El saber perdonar es muy importante. Una vida perdida por no saber hacerlo. Genial relato. Un abrazo.
ResponderEliminarEste post es valioso porque me quedo pensando y... no sé qué escribir (¿será verdad que soy escritora, querida Ana molina?)
ResponderEliminarBesitos.
Gracias, escritoras no somos, pero "moriremos en el intento" ;) Un abrazo
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